Alcaldes Federico y Éder: la codicia diplomática ilegal
En la vida institucional de un país, las reglas de juego están claras: la política exterior es potestad exclusiva del presidente de la República. Así lo establece la Constitución de 1991, en su artículo 189, numeral 2, cuando otorga al jefe de Estado la dirección de las relaciones internacionales y la facultad de nombrar a los agentes diplomáticos. Esa no es una formalidad vacía, sino un principio que protege la coherencia, la soberanía y la voz unificada del Estado colombiano en el escenario global. Por tal motivo, la visita de Federico Gutiérrez, alcalde de Medellín, y Alejandro Eder, alcalde de Cali, a Washington DC, no puede verse con ingenuidad, ni mucho menos, como un gesto inocente: más que un viaje institucional, se trata de un gesto político que bordea la usurpación de funciones presidenciales.
Por: Jefferson Montaño Palacio
Lo ocurrido en Washington no puede leerse como un hecho de buenas acciones. Se trata de un desafío político al presidente Petro, quien —como lo recuerda el profesor Joseph Nye (2002), pionero en la teoría del liberalismo en las relaciones internacionales— ejercer tanto el poder duro (la fuerza legítima del Estado) como el poder blando (la diplomacia y el liderazgo en política exterior).
El martes 9 de septiembre, ambos mandatarios locales se reunieron con Christopher Landau, subsecretario de Estado de los EE.UU., abordando temas de seguridad, drogas y comercio. En apariencia, un encuentro normal dentro de la lógica de las “ciudades globales”. Sin embargo, la pregunta clave es: ¿Hasta qué punto estas agendas particulares sustituyen o contradicen la línea trazada por el gobierno nacional? La doctrina constitucional y las experiencias internacionales demuestran que, en política exterior, las voces paralelas se convierten en mensajes ambiguos que ponen en entredicho la legitimidad del Estado.
Este caso me lleva a recordar lo señalado por el jurista Germán Bidart Campos, sobre la “división armónica de competencias”: cuando los órganos públicos exceden sus límites, socavan el pacto constitucional mismo. Así, los alcaldes que pretenden posicionarse como interlocutores internacionales corren el riesgo de desafiar no solo al presidente Gustavo Petro, sino a la propia arquitectura democrática. Como señala polítólogo e investigador en política comparada Giovanni Sartori, la democracia se degrada cuando los liderazgos locales confunden su autonomía con soberanía.
La comparación resulta evidente con los ejemplos de los alcaldes de Bogotá, Cartagena y Barranquilla, quienes, más allá de sus diferencias políticas con el actual gobierno, comprendieron que jugar en paralelo a la política exterior nacional les traeria no solo sanciones disciplinarias, sino también un deterioro en la confianza institucional. En este sentido, la prudencia política no es un signo de sumisión, sino de madurez democrática.
Más grave aún, la visita de Gutiérrez y Eder expone un dilema de legitimidad internacional. Los yanquis saben perfectamente que el único interlocutor válido para la política exterior es el presidente Petro. Entonces, ¿qué gana Washington con escuchar a los alcaldes? En un contexto geopolítico en el que Colombia redefine su relación con la potencia del norte, estas visitas pueden ser interpretadas como un intento de sectores opositores de minar la agenda de transición energética, la política de paz total y la nueva diplomacia regional que impulsa el gobierno de Gustavo Petro.
La experiencia en Latinoamerica muestra los peligros de este desdoblamiento. En México, durante el XX, algunos gobernadores intentaron establecer vínculos propios con Washington, generando tensiones diplomáticas que terminaron en sanciones internas y desgaste político. En Brasil, Lula da Silva enfrentó a gobernadores que, en su momento, quisieron negociar con organismos multilaterales, lo que fue calificado como un “paralelismo intolerable” por el Palacio Itamaraty. La elección es clara: la política exterior no admite usurpadores.
Esto no significa que los alcaldes deban cerrarse en sus ciudades. En un mundo globalizado, es natural que busquen cooperación internacional en asuntos de desarrollo urbano, cultural o innovación. Pero la diferencia radica en el marco institucional: deben hacerlo a través de los canales de la Cancillería, con autorización y coordinación del gobierno nacional, no como actores autónomos. De lo contrario, sus gestos se interpretan como desafíos calculados al presidente y, por ende, al Estado-nación.
Finalmente, la reflexión nos debe llevar a ser más propositivos. Colombia necesita fortalecer una política exterior descentralizada pero coordinada, donde alcaldías y gobernaciones puedan atraer recursos, proyectos y cooperación internacional, sin vulnerar la soberanía ni mucho menos la autoridad presidencial. Crear una plataforma de “diplomacia territorial” liderada por la Cancillería sería un paso clave para canalizar estos intereses locales dentro de un marco de unidad nacional. Como diría el maestro Norberto Bobbio, “la democracia no se mide solo por la pluralidad de voces, sino por la capacidad de integrarlas en un todo coherente”.
El país debe evitar que la política exterior se convierta en un campo de batalla de egos locales. La unidad nacional, en el escenario internacional, no es una opción. Es una obligación constitucional y es un requisito de supervivencia política.
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