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Seguridad en Cali: Eder y la falsa salida


Seguridad en Cali: Eder y la falsa salida

Seguridad en Cali: Eder y la falsa salida


La seguridad en Colombia no es un asunto coyuntural, ni mucho menos se resuelve con la inyección de más recursos a la fuerza pública, como insiste en señalar el alcalde de Cali, Alejandro Eder. Reducir el problema a una cuestión de finanzas es, cuando menos, una lectura simplista; aún más, un acto de irresponsabilidad política. La inseguridad que atraviesa Cali y buena parte del país tiene raíces estructurales, históricas, económicas y políticas que ningún presupuesto en armas y uniformes podrá corregir. 


Por: Jefferson Montaño Palacio 


Es más que necesario mirar hacia el fondo del problema. Durante las últimas tres décadas, los expresidentes Andrés Pastrana Arango, Álvaro Uribe Vélez, Juan Manuel Santos Calderón, Iván “Uribe” Duque y Gustavo Petro Urrego han debido reconocer, en distintos tonos y con distintas fórmulas, que la violencia no es un fenómeno aislado de “bandas delincuenciales”. Es la expresión de un conflicto social no resuelto. Las organizaciones criminales no son meros grupos marginales: están irrigadas por todo el territorio nacional y entrelazadas con economías legales e ilegales, con poderes regionales y, lo más grave, con sectores empresariales y políticos que terminan siendo parte del problema. 


Cali, como laboratorio vivo de tensiones, ofrece un espejo brutal. La ciudad ha sido escenario de un continuo reciclaje de violencias: de los carteles de los 90 a las pandillas barriales, del microtráfico al sicariato, de la informalidad forzada al desplazamiento urbano. Ninguna administración distrital, incluida la actual, ha sido capaz de leer esta realidad en clave estructural. Lo que propone el alcalde Alejandro Eder —más pie de fuerza, más gasto militar— reproduce la lógica del corto plazo, la lógica del “apagafuegos”, sin atender las causas profundas: desigualdad, exclusión territorial, falta de oportunidades reales para jóvenes y comunidades empobrecidas.


Autores como el sociólogo y fundador de la investigación de la paz y los conflictos sociales Johan Galtung, hablaron de “violencia estructural” para explicar la pobreza y la exclusión social en las cuales son formas de violencia que alimentan la violencia directa. Y Michel Foucault, al analizar la relación entre poder y control social, advertía que las estrategias de disciplinamiento muchas veces producen el efecto contrario: consolidan la marginalidad y perpetúan el conflicto. En Cali, insistir en la militarización como solución mágica, sin tocar los cimientos político-económicos de la exclusión, equivale a administrar el síntoma y dejar intacta la enfermedad. 


La salida, aunque difícil, está planteada: los poderes del Estado deben sentarse con franqueza a reconfigurar una estrategia nacional de seguridad que no sea solo policial, sino integral. Esto implica un esfuerzo mayúsculo y real del poder político y del poder económico. Los empresarios que se benefician del orden desigual también deben aportar a la construcción de un nuevo pacto social urbano y, no limitarse a exigir mano dura mientras se lucran de una ciudad fracturada. Los políticos, por su parte, deben dejar de ver la inseguridad como un capital electoral y asumirlo como reto de Estado. 


Santiago de Cali no necesita más patrullas ni más cámaras de vigilancia: necesita un nuevo contrato social urbano. Necesita que sus barrios y comunas dejen de ser zonas de descomposición social, que la juventud tenga acceso a educación y empleo digno, que la corrupción deje de robarle el futuro a sus habitantes. “La paz total” de la que habla el Gobierno del Cambio será letra muerta si no aterriza en los territorios como Cali, donde la violencia cotidiana es la prueba más dolorosa en la que el Estado aún no ha llegado con justicia social. 


Finalmente, el alcalde Alejandro Eder, se equivoca al reducir la seguridad a un asunto financiero. No es la falta de presupuesto lo que desangra a Cali: es la falta de visión estructural. Mientras tanto, el poder político y económico no se reconozca como parte del problema, la ciudad seguirá atrapada en el mismo círculo vicioso: más policías, más armas, más muertes, menos futuro. 



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