Que no nos pase de nuevo: el desafío de construir el MSA
Durante décadas, el pueblo afrocolombiano ha sido protagonista de luchas profundas, valientes y dolorosas. Luchas por la tierra, por la vida, por la dignidad, por el derecho a decidir. Sin embargo, muchas veces parecemos más una suma de esfuerzos individuales que un verdadero movimiento colectivo, con estructura, estrategia y dirección política. Y eso tiene consecuencias graves: se traduce en divisiones internas, desgaste militante y vacíos de poder que otros terminan ocupando sin nosotras, sin nosotros, sin nuestra voz.
Por: Jefferson Montaño Palacio
No se trata de una autocrítica masoquista, sino de una reflexión honesta. No es solo culpa nuestra. A nosotros nos tocó sobrevivir. Fuimos criados en medio del abandono estatal, del racismo estructural, del rebusque como única escuela de liderazgo. Cada quien aprendió a moverse solo, a sobrevivir del día a día como pudo. Como escribió Bell Hooks: “En una cultura supremacista blanca, resistir no siempre se ve como protesta; a veces, simplemente vivir, criar a los hijos y mantener la cordura ya es revolucionario”.
Sin embargo, hoy nos enfrentamos a un nuevo momento. Hay una efervescencia de procesos, una conversación urgente por construir unidad. Se habla de comisiones, de empalmes, de articular lo organizativo con lo político, de darle continuidad al “Movimiento Social Afrocolombiano (MSA)”... Pero debemos hacernos preguntas fundamentales: ¿Cuáles serían los principios? ¿Cuáles son las reglas? ¿Quién o quienes eligen a quién? ¿Cómo evitar no convertirse en un reparto entre los mismos de siempre? ¿Qué acuerdos se deben establecer burocráticamente de cara al pueblo negro-afro?
El problema es estructural. No existe una coordinación nacional, ni mucho menos una arquitectura formal del MSA. No tenemos estatutos, ni un sistema claro de toma de decisiones, ni una plataforma articuladora que conecte lo político con lo logístico y lo comunitario. Pero el mayor vacío no es el de papeles. Es el de visión compartida. Como dijo el pensador afrocaribeño CLR James: “Todo movimiento revolucionario necesita una teoría, pero sobre todo, necesita una práctica enraizada en la gente”.
Por eso, lo que está en juego hoy no es un “orden del día”. Es una redefinición de qué entendemos por movimiento. Ya no basta con estructuras simbólicas que simulan participación mientras operan bajo lógicas de caudillismo o cooptación. Nuestro sueño no puede seguir siendo un lugar en la mesa del otro. Nuestro sueño debe ser nuestra propia mesa.
Una estructura afrocentrada, panafricanista, orgánica y popular. Con liderazgo colectivo y control comunitario. Con claridad ideológica, vocerías rotativas, rendición de cuentas, y una agenda política que sea tan local como internacional, tan espiritual como legislativa. Un movimiento que respire Tumaco y Palenque, pero que también dialogue con Soweto y Harlem. Que se mire en los ojos de las mujeres negras, de la juventud barrial, de los líderes comunales, de los exiliados, de las diásporas.
La filósofa Angela Davis lo dijo con contundencia: “La libertad es una lucha constante”. Y esa lucha hoy no se gana solo con discursos o con cargos. Se gana construyendo poder. Poder real. Poder del bueno. Poder con pueblo.
Porque no nacimos para repetir errores. Nacimos para dejar huella.
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