El rompimiento de las ínfulas de los in-tocables.
En la historia política reciente, los palacios presidenciales no han estado exentos del barro que ensucia su nombre ni mucho menos del hedor de los crímenes de Estado. Los líderes que prometieron orden, prosperidad o patria terminaron siendo símbolos de traición a su pueblo. Muchos, cobijados por la impunidad, no enfrentaron consecuencias. Otros, sin embargo, fueron llevados ante la justicia, revelando que la investidura no siempre protege del juicio, ni de la cárcel.
Por: Jefferson Montaño Palacio
Uno de los casos más paradigmáticos es el del mítico Richard Nixon, presidente de EE.UU., entre 1969 y 1974, cuya caída por el escándalo del Watergate dejó una marca indeleble en la política mundial. Aunque nunca fue encarcelado —renunció antes de ser destituido y fue indultado por su sucesor Gerald Ford—, su caso es emblemático porque mostró incluso cómo la Casa Blanca podía ser vulnerable ante el peso de la verdad. Como dijo la gran teórica política Hannah Arendt, “la corrupción del lenguaje es la corrupción de la política”. Nixon mintió, manipuló y espiaba a sus opositores, creyendo que el poder le permitía impunidad. No fue así.
En América Latina, las
caídas han sido más estruendosas y punitivas. Alberto Fujimori, expresidente
del Perú, fue condenado en 2009, a 25 años de prisión por crímenes de lesa
humanidad y corrupción. El caso de Fujimori demostró que un gobierno que se
presenta como salvador de la patria puede convertirse rápidamente en un verdugo
del pueblo. Pues, durante su régimen se cometieron ejecuciones extrajudiciales,
desapariciones forzadas y espionaje político, bajo la doctrina de la “Seguridad
Nacional”. Es la primera vez que un jefe de Estado democráticamente elegido en
Suramérica y por violaciones a los derechos humanos; su condena fue histórica.
Como señala el maestro, académico e intelectual Boaventura de Sousa Santos, “la
democracia puede ser formal, pero si no hay justicia social, no hay democracia
real”.
Un poco más al norte, geográficamente,
en Panamá, Manuel Antonio Noguera, encarno la mezcla más peligrosa del siglo XX,
combinada por el: militarismo, el narcotráfico y la dictadura despiadada. Apoyado
durante años por EE.UU., — en especial por
la Central Intelligence Agency, por su sigla en inglés –CIA—, en últimas, terminó
siendo su enemigo. En 1989 fue capturado durante la invasión de los yanquis a
Panamá, juzgado y condenado por narcotráfico, lavado de dinero y crimen
organizado. Fue extraditado, juzgado en varios países y sus últimos días de
vida la pasó en prisión. La caída de Noriega evidenció no solo la corrupción
interna, sino también la hipocresía de las potencias que, cuando sus marionetas
(jugueticos) dejan de servirles, las desechan como chatarra geopolítica.
Los últimos acaecimientos ocurrido en
nuestro país, dejan sinsabores y preguntas, quizás, aún sin respuestas: ¿Ahora
qué pasa en Colombia? El nombre de Álvaro Uribe Vélez, dos veces presidente de
la República (2002-2010), genera una grieta profunda en la conciencia del Estado-nación.
Admirado por unos como restaurador del orden y, repudiado por otros, mucho más,
como el arquitecto de la parapolítica. Uribe ha estado rodeado de escándalos
que van desde vínculos con paramilitares hasta interceptaciones ilegales,
crímenes de Estado y corrupción. Aunque nunca ha sido encarcelado, sí es el
primer expresidente en la historia reciente del país en ser formalmente
investigado por la Corte Suprema de Justicia; dicha investigación se abrió en (2020).
Este hecho marcó un precedente y rompe con las ínfulas de intocables,
conferidas por el fuero presidencial, lo cual, es (era) una figura jurídica que
otorga inmunidad procesal al presidente de la República, protegiéndolo de ser
perseguido o juzgado por delitos comunes durante su mandato.
Aunque su proceso judicial no ha
terminado, pero el solo hecho de que este bajo la lupa de la justicia
representa un giro en la historia institucional de Colombia. Como dice el
jurista Luigi Ferrajoli: “en la democracia, donde la justicia ha sido muchas
veces servil al poder político y económico, casos como este son oportunidades
para recuperar su dignidad.”
Bajo este contexto, los ejemplos
anteriores nos muestran que la justicia cuando logra sacudirse, el miedo y la
corrupción puede tocar a los más poderosos. Pero también revela algo aún más
preocupante, que, muchas veces, para que un presidente sea juzgado o
encarcelado, debe haber una crisis internacional, una ruptura interna, o hasta
un milagro institucional. La variable constante no es la sanción; es la
impunidad.
Finalmente, mientras tanto, millones
de ciudadanas y ciudadanos continúan pagando las consecuencias de los crímenes
de estos gobiernos, crímenes que, desde la apropiación de fondos públicos,
hasta el asesinato de opositores y defensores, pasando por el enriquecimiento
ilícito, el espionaje y la represión a los movimientos sociales, lideres y
lideresas sociales, defensores y defensoras de Derechos Humanos. En palabras
del maestro y sociólogo Zygmunt Bauman: los males que los poderosos infringen raras
veces los sufren ellos mismos”.
Quizás, tal vez, a mi modo de ver, la verdadera transformación de nuestras
democracias llegará cuando eso deje de ser verdad.
Nos vemos el próximo 1 de agosto, a las 2:00 PM, ante el dictamen final por la jueza Sandra Heredia, ante el caso y condena de Álvaro Uribe Vélez.
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