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Vidas a la deriva: las existencias que el mar no debería llevarse


Vidas a la deriva: las existencias que el mar no debería llevarse

Vidas a la deriva: las existencias que el mar no debería llevarse

El naufragio de la motonave Don Alfredo, ocurrido en la madrugada del 3 de octubre, es uno de esos acontecimientos que inundan de angustia y dolor a la gente del Pacífico, especialmente a mi pueblo, El Charco, hacia donde se dirigía. Son hechos que pueden suceder, pero que nunca esperamos, a pesar de los muchos antecedentes que ya han marcado nuestras aguas. Tantos sueños, esperanzas e ilusiones navegando entre el vaivén de los vientos y las olas del mar, muchas veces sin medir ni reconocer los riesgos que implican estos trayectos.

 

Por: Gustavo Adolfo Santana Perlaza

Ese día, sin embargo, el mar impuso su fuerza: las olas y el viento dominaron la embarcación, que finalmente naufragó con aproximadamente cuarenta y cuatro personas a bordo. No puedo imaginar el desespero, los gritos, los llantos y la angustia de quienes luchaban por sobrevivir, aferrándose a la vida en medio del inmenso mar, hasta que la Armada y otros equipos de rescate lograron salvar con vida a treinta y siete, mientras que dos personas fueron halladas sin vida y cinco continúan desaparecidas, entre ellas dos menores de edad.

En diciembre de 2024, un barco que se dirigía de Buenaventura hacia Olaya Herrera (Satinga) también naufragó, dejando como saldo la muerte de dos personas. En las memorias familiares de quienes habitamos estas zonas abundan los recuerdos de parientes que perdieron la vida en el mar y de otros que sobrevivieron tras vivir momentos críticos en altamar. Pienso en la motonave Horizonte, que, en una ocasión, también en diciembre, se desprendió el timón y quedamos a la deriva durante día y medio. Recuerdo cuando viajábamos en la Costa Azul y se agrietó la casilla del segundo piso, tiempo después se quemó y naufragó, o los días en que quedábamos varados porque se dañaban los motores de las lanchas rápidas que van de El Charco a Buenaventura y viceversa. Cada trayecto era, y sigue siendo, una apuesta a la vida.

Pero ¿por qué arriesgamos nuestras vidas? La respuesta es sencilla: vivimos en una Colombia atravesada por una violencia estructural que, desde el color de la piel, administra privilegios para unos y desventajas para otros. Un país que garantiza derechos a algunos y se los niega a muchos; que ofrece oportunidades a unos pocos y se las arrebata a la mayoría. El Pacífico colombiano es uno de esos laboratorios donde a la gente se le ha condenado a desplazarse únicamente por agua o por aire. Dirán algunos románticos de la cultura que viajar en barcos de cabotaje es una tradición del pueblo afro, pero permítanme decirles que esa “tradición” pone en riesgo la vida de nuestra gente. Ese romanticismo nos ha llevado a normalizar el peligro y a no ver la gravedad de un trayecto por mar que puede durar más de doce horas.

La gente en estas orillas es expulsada sistemáticamente por una violencia estructural que siembra el riesgo de muerte de manera constante. ¿Y qué tiene que ver esa violencia estructural con lo que ocurre aquí? Mucho: es la que obliga a salir a buscar garantías de derechos en otros lugares: estudiar, ir al médico, comprar comida, hacer diligencias básicas o simplemente buscar una oportunidad de vida digna. Todo porque en nuestros territorios no tenemos asegurado lo básico. La violencia estructural hace que no tengamos universidades, empresas, economías estables ni ofertas laborales y que veamos el hecho de salir como inca medida. También nos impide imaginar una carretera que conecte esta zona con las ciudades, mientras el país promueve con entusiasmo la apertura de montañas para construir túneles “innovadores” en la cordillera de los Andes, que responden a la lógica del mercado, o la creación de puertos flotantes y megaproyectos que se anuncian como futuristas, pero que olvidan a quienes seguimos remando en el presente.

La gente precarizada de nuestros pueblos se ve obligada a viajar en barco, no porque sea la única opción, sino porque es el medio de transporte más económico —aunque cueste entre 120 y 140 mil pesos— y permite llevar algo de carga. Muchos no pueden siquiera imaginar subirse a las lanchas rápidas que operan casi como aerolíneas, con pasajes de 170 o 180 mil pesos y restricciones absurdas que solo permiten llevar un artículo personal, mientras pesan cada bulto para quitarle a la gente cualquier pesito de más. Y qué decir de los vuelos, cuyos costos son devastadores y excluyen por completo a la mayoría. La vida de la gente está en riesgo por una estructura que no siempre se ve, pero que actúa con precisión: organiza la desigualdad de tal forma que estos hechos se entienden como “accidentes naturales” y no como el resultado de un Estado que se desentiende de su obligación de garantizar los derechos fundamentales de la población.

Pero esta violencia estructural no solo proviene de afuera ni es ejercida por un enemigo lejano; también se reproduce dentro de nuestros propios territorios. Muchos, movidos por la codicia, han aprendido a sostener sus “movilidades sociales” a costa de la necesidad de los demás. En la mente de algunos dueños y administradores de barcos está la idea de cargar lo más posible, de vender todos los pasajes que se puedan, incluso si no hay espacio ni condiciones seguras, con tal de obtener mayores ganancias. Mientras en el resto del país la gasolina sube mil pesos, en el Pacífico los pasajes aumentan diez o veinte mil. Además, imponen cobros por peso de equipaje que, kilo a kilo, terminan siendo más caros que viajar en avión. Y qué decir de las aerolíneas: sus tarifas son desproporcionadas y, para colmo, los vuelos solo salen desde Guapi, obligando a muchos a hacer un viaje previo que encarece aún más el trayecto. La mayoría de la gente viaja en barco porque le toca, exponiéndose a múltiples riesgos: los ataques de supuestos piratas que, en medio del mar, los despojan de sus pertenencias; el peligro constante de naufragar y perder la vida. Mientras tanto, la supuesta institucionalidad marítima brilla por su ausencia, sin capacidad real para garantizar la seguridad y protección de quienes dependen del mar para sobrevivir.

El naufragio de la motonave Don Alfredo deja al descubierto múltiples irregularidades: desde la sobrecarga de la embarcación hasta el incumplimiento de las normas de seguridad y capacidad de pasajeros, hechos que ameritan una investigación Jurica rigurosa. Pero lo más crítico y doloroso ha sido la manera en que, después de rescatar a los sobrevivientes, la institucionalidad de Guardacostas parece darles la espalda a las personas desaparecidas. Mi pueblo, El Charco (Nariño), está indignado y hoy se moviliza porque no es posible que se suspenda la búsqueda de las cinco personas que aún no han sido encontradas, después de cinco días. Las familias exigen respuestas, quieren saber de sus seres queridos, entre ellos menores de edad. ¿Cómo es posible que las instituciones le den la espalda a la gente? ¿Acaso siguen reafirmando que hay vidas que importan más que otras? ¿Sería el mismo protocolo si se tratara de alguien perteneciente a una élite o con poder en este país? Parece que, por ser negros y empobrecidos, nuestros cuerpos pueden dejarse al vaivén de las olas y del viento, como si la vida en el Pacífico valiera menos.

Me uno al coro de voces que, desde el dolor y la indignación, se alzan en El Charco para acompañar a los familiares de las personas desaparecidas y exigir a las autoridades competentes que continúen la búsqueda hasta que cada uno de ellos aparezca; Aida Lorena Caicedo Hurtado; Melfy H. Estupiñán Caicedo; Luz Neida Archivo Obando; Eider María Cuenú Estupiñán; Bernardo Murillo Pallarés. Sus vidas importan, porque no son simples cifras ni nombres en una lista: son personas, ciudadanos con sueños y esperanzas, que merecen la protección que tan poco hemos tenido en este país tan injusto con los suyos.

Hace un mes escribí pidiendo justicia por la muerte, a manos del Estado, de mi amigo Luis Fernando Sánchez; hoy seguimos clamando esa misma justicia para él y todos; garantías y dignidad.


Gustavo Adolfo Santana Perlaza
Coordinador del Centro Regional Pacífico del ICANH.
Doctor en Estudios Culturales Colegio de la Frontera Norte (COLEF).  

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