Nardy Dranguet Rodríguez: el hijo del Caribe que sembró esperanza en Cali
En la memoria viva de quienes creen en la dignidad del pueblo, hay nombres que no se olvidan. Nardy Dranguet Rodríguez es uno de ellos. Nacido en Cuba, pero hecho su corazón en Colombia, es un hombre negro que llegó a Cali en 1998 con una maleta cargada de sueños, una fe inquebrantable en la gente sencilla y una convicción profunda en la justicia social. Desde entonces, su historia ha sido la de muchos, pero con la fuerza de quien no se rinde ante la adversidad y decide transformar el dolor en cambio.
“Mi infancia en Cuba fue una infancia feliz”, dice Nardy, recordando con una sonrisa los callejones donde jugaba descalzo, las comidas compartidas con los vecinos, las risas que llenaban los patios y los gestos solidarios que definieron su niñez. Esa Cuba popular, fraterna y musical lo marcó con otras realidades. Cali se convirtió en su casa, aunque la familia quedara lejos. “Toda mi vida, desde que llegué, he vivido aquí —cuenta Nardy— aquí estudié, trabajé, hice amigos y aquí me hice profesional”. En sus palabras resuena el eco de miles de migrantes que construyeron patria lejos de su tierra natal, sin perder la raíz ni el yembele del alma.
Hijo de un médico del pueblo, Luis Marino Dranguet, y de una mujer cuya cocina cubana es amor y resistencia, Nardy creció entre la vocación de servir y el arte de alimentar cuerpos y almas. Su padre, médico de las zonas más vulnerables, lo inspiró a entender la medicina social como un acto de justicia; su madre, con su bondad inagotable, le enseñó que el servicio es la forma más pura de amor. “Ella no sabe decir que no cuando se trata de ayudar”, recuerda con ternura.
Su camino académico fue una respuesta a su entorno y a su historia familiar. Estudio Mercadeo, convencido de que la educación era una herramienta para romper las barreras del racismo y la pobreza. “La necesidad de ser el mejor me impulsó. Sabía que estudiando iba a lograr mis sueños”, confiesa. Y así lo hizo. Pero el mundo laboral le mostró, sin disfraces, las heridas del racismo: “envié mi hoja de vida sin foto, y me llamaron. Cuando me vieron, prefirieron a otro.” Esa experiencia lo marcó y lo llevó de lleno a la política, al activismo, a la lucha por la equidad real.
Durante doce años fue vendedor informal en el estadio Pascual Guerrero, entre los gritos de gol, las banderas y las sonrisas de la calle. Allí encontró su verdadera universidad popular. “Los vendedores informales son mis maestros —dice—. Saben vivir con poco, comparten lo poco que tienen y resuelven cada día con dignidad.” De ellos aprendió la fuerza de los humildes y la nobleza de los que no se rinden.
Sus referencias políticas y espirituales son un espejo de su esencia. Fidel Castro, como símbolo de resistencia latinoamericana, y Malcolm X, como afirmación del orgullo negro, le enseñaron que ser negro es poder y conciencia. Pero su faro más íntimo es su abuela, Laura Elena Sosa “Mima”, quien —aun desde el más allá— sigue siendo su guía y su guardiana. “Ella tuvo mi vida en sus manos y decidió salvarme”, dice con un nudo en la voz.
Hoy, Nardy es padre de Salomé y Salvador, sus dos hijos, quienes representan su razón más profunda de existir. “Con ellos la vida dejó de ser una responsabilidad unipersonal y se convirtió en una necesidad compartida”, afirma Nardy. En su mirada se percibe la ternura del padre amoroso y la determinación del hombre que no se detiene. “La disciplina esta por encima del talento”, dice, porque ellos merecen una vida estable, con oportunidades.
En su visión de país, Nardy cree que la costumbre no existe, que lo único permanente debe ser el cambio. Cree en la gente, en los pueblos que tienen la razón aunque no tengan poder, en las políticas que nacen del territorio y en la posibilidad de que los sueños populares se traduzcan en desarrollo real. “Estamos acabando la vida, pero aún estamos a tiempo de corregir el error”, advierte, con la serenidad de quien mira hacia adelante sin perder las raíces.
Nardy Dranguet Rodríguez no es solo un nombre. Es una historia de resistencia, de ternura, de trabajo digno. Es el hijo del Caribe que hizo de Cali su segunda patria. Un hombre que aprendió que el progreso no se mide por lo que se tiene, sino por lo que se entrega. Un cubano-colombiano que camina con la certeza de que su danzón sigue sonando, porque en cada paso suyo resuena la música popular cubana (la timba), la voz de los pueblos que se niegan a olvidar quiénes son.
Por: Jefferson Montaño Palacio
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