Sin sectarismos ni ambigüedades: la justicia es lucha colectiva
El día viernes que acaba de concluir, en un hecho con profunda trascendencia política, el ministro del Interior, Armando Benedetti, recibió a la vicepresidenta Francia Márquez Mina, quien le presentó el proyecto de decreto que permitirá la implementación efectiva de los artículos faltantes de la Ley 70 de 1993.
Por: Jefferson Montaño Palacio
Este gesto, aparentemente administrativo, encierra una potencia histórica; representa una reivindicación largamente esperada. La apertura de un nuevo ciclo de justicia historica; la materialización de más de —treinta años después— de una deuda profunda y de reconocimiento del pueblo negro, afrocolombiano, raizal y palenquero. No se trata de un mero acto de gobierno, sino de un paso hacia la justicia y reparación histórica de un pueblo que ha sostenido con dignidad las raíces vivas de un Estado-nación.
Nuestra historia no comenzó con el dolor de la esclavización ni terminó en la promesa del desarrollo. Como bien lo señala el maestro camerunés Achille Mbembe (2016), “las memorias del sufrimiento sólo pueden convertirse en futuro cuando son asumidas como horizonte ético de reparación colectiva”. Esa reparación no es dádiva, es reconocimiento. Lo que se plantea hoy con la implementación de la Ley 70 es precisamente eso: la posibilidad de construir, desde la participación activa y el pensamiento propio, un nuevo pacto de dignidad en Colombia.
El maestro Carlos Gaviria Díaz nos enseñó que la democracia no se defiende desde el sectarismo, ni mucho menos desde la arrogancia y el valor de la deliberación colectiva. Su ejemplo, junto al de Piedad Córdoba, —mujer negra, firme, valiente y profundamente humana—, nos recuerda que la política sólo tiene sentido cuando se ejerce para liberar, incluir y sanar. Piedad encarnó, como diría Frantz Fanon (1961), “la dignidad de los condenados de la tierra”, esa dignidad que ni la muerte ni la difamación pueden borrar.
El pueblo negro-afrocolombiano ha resistido más de cinco siglos de exclusión, pero también ha construido una pedagogía de la esperanza. Desde los palenques y las mingas, desde las bebidas tradicionales del Pacífico y los cantos de trabajo del Caribe, desde la cotidianidad de nuestros pueblos y comunidades en Cali, Tumaco, Quibdó, Cartagena o San Basilio, hemos levantado una filosofía política propia. Paul Gilroy (1993) llamó a esto “el Atlántico negro”, una red de pensamientos, memorias y luchas que conectan África, América y el Caribe. Es allí donde se teje la noción de libertad que hoy vuelve a resonar con fuerza en la voz de Francia Márquez y de tantas mujeres que, como las panteras negras de nuestros pueblos, han sabido traer vida en medio de la adversidad.
Como hijo de la partería, que fue traído al mundo gracias al conocimiento ancestral y cultural de nuestras mujeres sabias. Mi ombligo quedó enterrado en el barrio El Diamante, de Cali, junto a un palo de aguacate que aún crece fuerte y generoso. De allí aprendí que la vida no se arranca, se siembra. Que los pueblos no se improvisen. Que tal libertad no se decreta, se cultiva colectivamente.
La implementación real de la Ley 70 no puede convertirse en un acto simbólico ni en una nueva frustración histórica. Debe ser el punto de partida para refundar el Estado-nación desde la plurietnicidad y la interculturalidad que consagra la Constitución del 91, pero que aún no se ha hecho práctica. Como lo advertía la filósofa afrobrasileña Sueli Carneiro (2005), “el racismo no se desmonta con discursos, sino con políticas que transformen las condiciones materiales de existencia de los pueblos negros.”
Hoy más que nunca, es necesario retomar el legado ético del maestro Carlos Gaviria Díaz, la rebeldía amorosa de Piedad Córdoba y la fuerza espiritual de nuestros pueblos ancestrales para avanzar sin sectarismos, sin habilidades, con la claridad de que la unidad no significa uniformidad, sino respeto por la diversidad.
Finalmente, el decreto que impulsa Francia Elena Márquez Mina, representa un nuevo ecobio que nos invita al encuentro, a la acción y a la memoria. Que resuene, entonces, el reconocimiento por primera vez de los derechos culturales, territoriales, y políticos de los pueblos afrodescendientes en Colombia, en cada territorio, en cada consejo comunitario, en cada minga, en las caminatas, en las asambleas, en cada corazón que sigue creyendo que la justicia no es una utopía, sino una tarea colectiva de nuestra casa común.
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