Estados Unidos e Israel: genocidas en Palestina
El mundo asiste a una de las más crudas paradojas de nuestra era; mientras las Naciones Unidas repiten discursos vacíos sobre la paz y el respeto al derecho internacional, EE.UU., autoproclamado guardián de la democracia sostiene, con armas y dinero, a un Estado israelí que comete crímenes sistemáticos de lesa humanidad contra el pueblo de Palestina. No es una exageración ni mucho menos retórica: distintos organismos de derechos humanos, como Amnistía Internacional (2022) y Human Rigths Watch (021), han calificado como apartheid las políticas de Israel en los territorios ocupados. Sin embargo, Washington continúa otorgando inmunidad diplomática y respaldo militar.
Por: Jefferson Montaño Palacio
El politólogo Noam Chomsky ha señalado repetidamente que la política exterior de los yanquis se sostiene sobre “el excepcionalismo imperial”, es decir, la idea de que EE.UU., tiene el derecho moral de intervenir en cualquier parte del mundo para imponer su “orden”. En su libro Hegemony or Survival (2003), Chomsky advierte que esa estrategia lleva, casi inevitablemente, a la catástrofe global. Y es justamente ese guion el que se repite hoy en Palestina, como antes se repitió en Vietnam, Afganistán, Libia, Irak, Siria o Ucrania: primero la guerra, luego la reconstrucción condicionada y el saqueo de recursos.
En América Latina ese patrón se reviste de un discurso más sutil: acuerdos militares, tratados de “cooperación” y venta de armas obsoletas. Estados Unidos en su fase de agonía imperial, no exporta prosperidad, exporta guerras y necesidades de guerra. Así lo manifestó años atrás el maestro Eduardo Galeano en las venas abiertas de América Latina: “el desarrollo del Norte ha sido el subdesarrollo del Sur”. Hoy, esa sentencia se actualiza en la industria armamentista; mientras Washington oxigena su economía con conflictos lejanos, impone a nuestros países un papel de consumidores cautivos de armas y doctrinas de seguridad.
El contraste con China es, cuanto menos, revelador. Sin pretender idealizar su modelo, el gigante asiático ha invertido en tecnologías limpias y en megaproyectos para revertir la desertificación. Experiencias como la de Qinghai —donde paneles solares crean microclimas y hacen productivos terrenos áridos— muestran que hay alternativas al paradigma militarista. Mientras EE.UU., bloquea y sanciona, China investiga y propone soluciones. Dos lógicas de poder en disputa; una que destruye para controlar; otra que produce para influir.
La pregunta que emerge es inevitable: ¿Por qué la ONU y la Comunidad Internacional aplauden a dos líderes como Donald Trump y Benjamín Netanyahu, que con su destino manifiesto amenazan la vida del planeta mundo? La pasividad ante el genocidio palestino revela no solo la bancarrota moral de Occidente, sino también su complicidad activa.
El filósofo, siquiatra e intelectual Frantz Fanon dejó un manifiesto, como texto histórico de lectura universal, “los condenados de la tierra" (1961), que los imperios no cedan voluntariamente: “el colonialismo no se destruye con discursos”. La historia parece darle la razón. Pero también abre una luz: la resistencia de los pueblos y la articulación de nuevas formas de cooperación pueden refrenar el avance de esta maquinaria de guerra. América Latina, África y Asia deben repensar su lugar en el tablero global, lejos del chantaje armamentista y más cerca de proyectos civilizatorios sostenibles.
Por último, el tiempo del silencio terminó. Frente a la barbarie en Palestina y la necropolítica imperial, urge construir un orden mundial que ponga la vida —y no el lucro bélico— en el centro. Si la ONU no actúa, serán los pueblos quienes deban alzar la voz. Pero el genocidio, aunque se cometa lejos, nos alcanza a todos.
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