Pacto o Lastre: el reto persistente del bipartidismo
En Colombia y, por extensión, en buena parte de América Latina, la política aún arrastra el pasado fardo de los partidos liberales y conservadores. Durante más de un siglo han administrado el Estado como si fuera un “feudo familiar”; se alternan ministros, embajadores y se reparten presupuestos y ponen a salvo los privilegios de los grandes grupos económicos que financian sus campañas.
Por: Jefferson
Montaño Palacio
Este fenómeno
explica por qué los ministros salientes representan más una herencia incómoda
que un aporte renovador: “son la última camada” de un linaje atávico que se
aferra al poder sin ofrecer soluciones reales a las mayorías empobrecidas.
El
presidente Gustavo Petro, el “presidente sin partido” y su dilema estratégico, quien
llegó a la Casa de Nariño sin la bendición de ninguna de esas maquinarias. En
un sistema atravesado por el clientelismo, su ascenso fue una anomalía histórica.
De hecho, la anomalía tiene costos: para gobernar necesito pactar con sectores
que encarnan aquello que critican. Ese pacto, paradójico y frágil, buscaba
rescatar derechos mutilados por el neoliberalismo liberal-conservador, un
modelo que privó a millones en educación, salud y vivienda digna mientras
engordaba fortunas como la de Luís Carlos Sarmiento Ángulo.
La
experiencia confirma la sospecha cuando se sienten a la mesa los barones
tradicionales; el plato fuerte suelen ser las concesiones a sus financiadores.
No es casual que algunas de las reformas sociales de Petro hayan tropezado con
sus propios ministros. No cumplieron la misión porque, antes de ser ministros
de la gente, seguían siendo representantes de sus sponsors.
Podemos
recordar como en el Frente Amplio que sobrevive de contrabando desde los pactos
bipartidistas de mediados del siglo XX, el tristemente célebre Frente Nacional,
en donde los liberales y conservadores aprendieron a defenderse mutuamente.
Cuando estallan los escándalos, acuden a la vieja táctica de “tú eres peor que
yo”, como lo demuestran las acusaciones cruzadas; Pastrana señala el
paramilitarismo de Uribe; Gaviria llama mentiroso a Uribe; y, sin ninguno,
rompe el eslabón de la cadena de complicidades que los une. Armando Benedetti,
curtido en estos salones, conoce de primera mano las “artimañas” que mantiene
vivo un sistema que necesita ser demostrado si el país quiere avanzar.
Se hace
muy necesario mirar al sur: Milei como advertencia el caso de Argentina, es el
espejo distócico sobre el que conviene reflexionar. Javier Milei un outsider
funcional a Washington desmontó en meses derechos laborales, científicos y
culturales conquistados durante décadas de perdidas humanas. Su agenda, vendida
como “libertario”, encarna en derechos no dinamiza la economía; dinamita el
contrato social, es decir, el estado de bienestar.
Entre
el escepticismo y la esperanza somos contradictorios; a veces votamos por la
guerra y lloramos ante las imágenes que la guerra produce. Pero eso niños
envejecidos por el conflicto entre estos pintores, cantaoras, grafiteros,
insisten en que el arte puede mas que la metralla y que la memoria es un acto
de resistencia. La juventud Latinoamericana no se conforma con un statu quo que
huele a alcanfor; exige un país distinto, plural y pacífico.
Como
San Pablo en su camino a Damasco, también la clase política puede y debería experimentar
una conversión. La doctrina social de la Iglesia, desde la Rerum Novarum (de las cosas nuevas o cambios políticos) de León
XIII hasta el pontificado de Francisco, reivindica la dignidad del trabajo y
condena la idolatría del capital; un recordatorio ante la historia de la
salvación es dinámica y nos interpela a diario.
Finalmente,
si el gobierno del Cambio concluye dejando en firme la ampliación de derechos
por modesta que parezca habrá sembrado una semilla subversiva contra el viejo régimen.
El desafío es consolidar esos avances y blindarlos de los retrocesos que
acechan. Romper el bipartidismo no es un capricho; es una condición necesaria
para que Colombia, y con ella América Latina y el Caribe, salgan de la
encrucijada en donde los mismos de siempre cavaron. Lo contrario sería perpetuarse
en el poder, entendiendo que los “poderosos se delatan entre sí” mientras eternizan
sus privilegios.
Que el espíritu o la conciencia ciudadana, si se prefiere ilumine un rumbo en donde la política deje de ser coartada para la rapiña y se convierta en herramienta de mancipación colectiva. Solo así dejaremos de llorar sobre la guerra para empezar a escribir, de una vez por todas, la ruta del tambor que marque un compás de justicia y dignidad para las nuevas ciudadanías y nuestros pueblos. ¡Hasta la Victoria siempre!
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